Aunque sea largo de contar, quiero compartir mi experiencia hospitalaria como madre, con la esperanza de que mi relato sirva para que los padres y madres reclamen sus derechos y sobretodo, para que el personal sanitario se cuestione sus procedimientos. Este relato no es un ataque a nadie, creo firmemente que existe un silencio perjudicial por parte de los pacientes, que impide un sano feed-back comunicativo mediante el cual, los profesionales pueden aprender cómo son vividas sus prácticas y mejorar. Mi intención es romper el silencio.
EPISODIO 1
Mi hija tiene 10 meses y vomita sin parar. Acudimos al hospital de Avilés donde la ingresan. Subo a la habitación con la niña, estoy sola, viene una enfermera y me la quita de los brazos: “A llorar un poco”, dice, y se va, dejándome allí paralizada, dolida, sin saber qué hacer. Llega mi marido enseguida y me pregunta por la niña, “Se la han llevado para el análisis de sangre” y se lo cuento todo. Mi marido se enfada, quiere acompañar a la niña, y va hasta la sala contigua donde se oye a mi hija llorar, le echan argumentando que “aquí no pueden entrar los padres” y cierran la puerta con cerrojo. No podemos hacer nada. Es nuestra primera estancia en el hospital como padres y no podemos creer que esté pasando algo así. Durante más de 10 eternos minutos podemos oír a nuestra hija llorar como nunca, desconsolada, sola, enferma, al otro lado de la puerta cerrada, sufre y no podemos darle la mano, ni acompañarla, ni consolarla. Por fin acaba la tortura, la puerta se abre, dos enfermeras traen a mi hija desnuda, con una férula y una vía en el brazo, nunca la había visto tan desconsolada, me acerco para abrazarla con el corazón encogido, la enfermera me esquiva y tumba a la niña en la cuna, “que se esté quieta”. Mi marido dolido les pregunta qué ha pasado, porqué han tardado tanto, “tardamos lo que tenemos que tardar señor”. Levanto a mi bebé y la abrazo, “vístala”, “¿Cómo le pongo el body con esto en el brazo? ¿No podían habérselo dejado puesto?” No hay respuesta, sólo indiferencia. Podemos ver que tiene 4 o 5 heridas de aguja moradas, ya sabemos porqué tardaron tanto. Durante una hora consolamos a nuestra hija que suspira sin parar y conseguimos que se duerma, por fin. Justo entonces entra otra enfermera, enciende la luz y dice a gritos “¿Está dormida?” “Lo estaba” dice mi marido furioso. Entonces comprendo que estoy en el infierno, que tengo a mi bebé atada a la cuna del infierno, y que la pesadilla sólo acaba de empezar. Las siguientes 24 horas las cosas sólo empeoran y empeoran, hasta que, desesperados, pedimos el alta voluntaria, tuvimos que esperar 5 horas más en el infierno hasta que un médico se digna a firmar los papeles que “nos permitan” salir de allí. He aprendido algo, si mi hija se pone enferma y necesita estar hospitalizada, pierdo su custodia, mis derechos y mi libertad.
EPISODIO 2
Enero de 2008 (dos años de edad), mi hija se queja de dolor abdominal, tiene mucha fiebre, parece apendicitis, creo que lo es pero no quiero creerlo, en el centro de salud la exploran y nos envían al hospital de Avilés. Llegamos, tiene mucha fiebre y mucho dolor, la explora uno, otro, otro más, todos hacen las mismas preguntas, todos vuelven a mirar innecesariamente todas las partes del cuerpo a mi hija que indefensa se tapa los oídos y la boca cuando entra el siguiente en la escala jerárquica. Le hacen una analítica, quieren que salgamos y, ahora sí, me niego rotundamente, no hay discusión. Cuando creemos que por fin la han mirado suficientes personas, la última nos dice, “no sabemos, voy a llamar al pediatra” Pienso “¿cómo es posible que no la haya visto aún un pediatra? ¿Quiénes son todas estas personas?” Vuelve sola, “dice el pediatra que será una gastroenteritis” Nos vamos a casa. Por el camino pienso indignada qué le ocurre a nuestro sistema sanitario para que no podamos ser atendidos por un pediatra al llegar a urgencias de un hospital.
EPISODIO 3
La niña sigue igual varios días, no vomita, sólo fiebre y dolor. La pediatra nos envía de nuevo al hospital. Esperamos durante 3 horas en la sala de espera. Volvemos a empezar con el desfile de batas, preguntas y exploraciones repetidas. Piden otra analítica, discutimos de nuevo para poder acompañarla. La chica no tiene experiencia, lo veo antes de empezar y cruzo los dedos, no me acompaña la suerte, sufrimos juntas 6 pinchazos, varias venas rotas, quiero llorar pero tengo que ser fuerte para mi hija, quiero decirle a esa chica que tenga la honradez y la humildad de pedir ayuda a alguien con experiencia pero me muerdo la lengua suplicando que aquello acabe lo antes posible. Al final, sólo unas gotas que se coagulan, no tenemos resultados. Vamos a hacer una ecografía. Hay una mujer y una chica de prácticas, mi hija está histérica y desconsolada después de la sangría anterior pero no parece que eso les afecte a la hora de dar su clase, en total 30 minutos en los que la mujer le enseña a su pupila todos y cada uno de los órganos de mi hija, que llora sin parar, me voy quedando sin palabras y sin fuerzas de consuelo para ella. Al final, “no han podido ver el apéndice”, así que no sabemos nada. Llaman a cirugía, la cirujana explora a mi hija de nuevo, no sabe, no tiene pruebas, “mejor le ponemos una vía para que no se deshidrate y la dejamos aquí para repetir las pruebas mañana”. No puedo creer lo que oigo, llevo una semana sin dormir, de consulta en consulta con mi hija encogida de dolor y de fiebre, no son capaces de darme un diagnóstico y sólo se les ocurre que pasemos la noche en vela, que vuelvan a pinchar y escayolar a mi hija para ponerle un suero que no necesita (¡pero si no tiene diarrea!) y así poder repetir unas pruebas que no han sido capaces de hacer bien a la primera; sólo puedo pensar en huir de aquel infierno, otra vez no. Digo con toda la serenidad y educación de que soy capaz “Nos vamos a casa, la observaremos allí y si empeora ya volvemos”, me mira con incredulidad y desaprobación pero no discute, dice “en ese caso mejor van directamente al hospital de Oviedo porque aquí no hay cirugía infantil” Tenemos claro que no vamos a volver nunca a ese hospital. Afortunadamente al día siguiente desaparecen el dolor y la fiebre, mejora cada día, todo queda en un susto, tardan más en curar las heridas emocionales. Para curar el cuerpo en nuestro sistema sanitario tienen que herirte en el alma.
EPISODIO 4
Febrero de 2008, los mismos síntomas, todo se repite como en una pesadilla, exactamente a las mismas horas y justo un mes después revivimos con angustia e impotencia la extraña “gastroenteritis” y estamos en Londres. Decidimos confiar en que tenga la misma evolución que la vez anterior y mantenemos la calma, afortunadamente es así, todo se repite con exactitud y cada día está un poco mejor, llegamos a España y nuestra pediatra nos dice que será mejor hacerle un estudio digestivo, pedirá cita para el especialista. A la mañana siguiente 40,7 ºC, vamos al hospital de Oviedo.
Llegamos, repetimos por 3ª vez en un mes y aquí la lista jerárquica es más larga. Con paciencia, cuento toda la historia médica de mi hija a más de 15 personas que van llegando y se van sin decir nada, siempre las mismas exploraciones, siempre las mismas preguntas ¿no podrían llamar de una vez al especialista adecuado? Entre medias otra analítica, también la 3ª en un mes y volvemos a empezar con “usted salga” “no, lo siento, yo me quedo para acompañar a mi hija” Otra vez las malas caras y discusiones por hacer algo tan bonito e importante como consolar a tu hijo mientras tiene que someterse a una prueba, no lo comprendo, ¿por qué aumentar la tensión y la angustia de los pacientes? No hay forma de sacarle sangre, voy contando los intentos, ya van 9, aguanto porque sé que es importante pero no lo logran. Después de un tiempo viene un enfermero, hay que volverlo a intentar, esta vez sí, se enfrenta a mi con dureza para que salga, afirma sin reparos que “los padres molestan” y tengo que ponerme firme y decirle “yo no me voy, voy a acompañar a mi hija y si usted no quiere pincharla delante de mi entonces no la pinche”, al final cede y lo logra a la primera, menos mal, a pesar de que no me dirige la palabra, le estoy agradecida. Me relajo pensando que no ha sido así, que ha entrado, se ha presentado y ha dirigido a la niña unas palabras y una sonrisa, me ha explicado con respeto y comprensión de nuestro cansancio y nuestro dolor que necesita volver a pincharla y que lo mejor es que yo le hable despacito para que no se ponga nerviosa, todo ha sido tranquilo y lo menos desagradable posible, ¿habrá algún sitio donde las cosas sean así?
Viene una chica joven de cirugía, un remanso de paz en el infierno, se presenta, se sienta, me sonríe, “vuelva a empezar como si fuese la primera vez”, explora a la niña con dulzura, me gustaría decirle lo mucho que le agradezco que nos trate bien. Después de una larga eco, vamos a hacer un TAC. Nos explican que no podré acompañarla porque hay radiación y que si no se está completamente quieta tendrán que sedarla. Por el camino mi hija se agarra a mi mano como si le fuera la vida en ello, le voy explicando lo que va a ocurrir para que no se asuste. Al llegar nos acompaña la suerte, alguien dice “usted parece muy importante para su hija, le vamos a poner un mandil y se queda a su lado” Me quedo pensando “¿acaso hay madres que no son importantes para sus hijos?” Cojo a mi hija de las manos y le canto “al sillón de la reina” muy bajito mientras la camilla va y viene. No mueve ni un pelo. Cuando acaba me dicen “un 10 para la mamá”, y yo pienso que sólo hago mi trabajo, que eso es lo que debo hacer y que todas las madres deberían tener mi suerte y ser animadas a calmar y acompañar a sus hijos en todo momento. Desgraciadamente, la siguiente madre que entra no tiene la misma suerte que yo, deciden que ella no es importante para su hijo, el niño llora y ella dice que tiene problemas de corazón, que no debe llorar, no piden a la madre que corra a consolarle, no escuchan, le sedan, se equivocan y el niño muere. Yo estoy allí fuera, no puedo evitar el pánico, me acaba de tocar la lotería. Los días siguientes todo el mundo habla del tema, señalan a la anestesista y yo siento pena por ella, porque a pesar de haberse equivocado gravemente, creo que es una víctima más de nuestro sistema sanitario, quizá no habría tenido ninguna posibilidad de equivocarse si el personal en su conjunto, o alguien con un poco de cordura, le hubiesen dicho a esa madre y a todas las madres “usted quédese con su hijo”.
EPISODIO 5
Quedamos ingresados. Sabemos que será muy duro, mi marido aún piensa en irse a casa pero esta vez es grave, esta vez no nos queda más remedio que vivir en el infierno, y no sabemos cuánto tiempo.
En planta encontramos personas amables y flexibles pero también otras rígidas, desagradables e indiferentes a la especial situación que es un bebé o un niño enfermo. Durante la noche apenas descansamos, entran varias veces cuando ya es noche cerrada y los niños duermen, encienden la luz, hablan en voz alta y preguntan cosas que podrían esperar a luz del día. La primera noche se da un diálogo absurdo que se repite a las 12 y a las 6 de la mañana. “¿Cuánta agua bebió?” “No puede beber ni comer” “¿Cuántas veces hizo pis?” “Lleva pañal, no lo sé” “Cuantas veces le cambió el pañal” “Ninguna, está durmiendo” Mientras tanto, la niña, enferma, dolorida, cansada y despertada por enésima vez, llora sin parar y cuando se van, siempre dando un portazo, tengo que volverla a dormir, pero resulta que no puedo cogerla en brazos, porque tiene una vía, ni tampoco puedo tumbarme con ella, porque me han dicho explícitamente que está prohibido. Todo resulta extremadamente difícil, parece que estuviésemos pagando una culpa por usar un servicio público, su actitud es como si dijese “Usted se lo ha buscado, ahora se aguanta, le vamos a hacer la vida imposible”. Las siguientes noches, por supuesto, aprendo a contestar como la madre que está a mi lado y que lleva más tiempo que yo “No, no, sí, dos veces” Lo que sea para que se vayan rápido.
Hay una enfermera callada y respetuosa, es amable con la niña. Por las noches no enciende la luz, lleva una linterna, habla en voz baja, hace muy bien su trabajo, siempre deseo verla aparecer.
Una noche a las 12 aparecieron 6 enfermeras en la habitación, mientras 1 revisaba a los niños, las otras 5 se reían en el centro de la habitación, hablando en voz altísima de sus cosas. “Por favor, ¿pueden hablar bajo? Los niños están durmiendo. Son las 12” “Estamos haciendo la ronda, señora” Y se quedaron allí, riendo, mientras yo me preguntaba qué significado tendrá “hacer la ronda” de esa forma.
Por la mañana, a las 7, sin excepción, despiertan a los niños. Entran, encienden la luz, suben las persianas, dejan la puerta abierta, no saludan, no dicen nada, traen toallas para que bañes al niño inmediatamente porque pronto vendrán a cambiar las sábanas y no quieren que interrumpas sus rutinas. Una mañana, la supervisora entra, enciende la luz y comienza a reñirme por tener bolsas en el suelo. “Esto no puede estar así, tiene que venir la limpiadora y encontrarlo todo recogido” Las 3 bolsas están ordenadas, junto al pequeño armario, no molestan. Llevo 4 días viviendo con mi hija en un espacio de 4 metros cuadrados y más de 10 días sin dormir, pero antes que eso, antes que sonreír a una madre agotada y respetar el sueño de una niña enferma, por encima de todo, están las rutinas y el orden. Debería comprenderlo, pero no puedo.
Otra mañana, digo que voy a bañar a la niña por la tarde con ayuda de su padre. La tarde anterior le han quitado la vía y tengo la ilusión de poder bañarla, por fin, en la bañera. La supervisora llega de nuevo y me exige que la bañe en ese mismo momento, la niña aún duerme. Le explico, trato de ser amable pese a todo, afirma que son las normas del hospital, que estoy interfiriendo en su trabajo y que los niños tienen que estar limpios para el médico. Desesperada, le planto cara a semejante lista de argumentos sin razón, y tengo que terminar defendiéndome con la niña en brazos. Paso la mañana llorando, sin entender las supuestas normas, ni la necesidad de que nos traten con desconsideración, ni el hecho de que el bienestar del personal sanitario esté por encima del bienestar de mi hija.
La interminable lista de pruebas que le hacen son todas sin explicación, sin información, sin preguntar. Llegan de pronto, a cualquier hora, de parte de algún especialista y le hacen pruebas ¿Dónde queda el consentimiento informado? ¿La decisión responsable del paciente? ¿La oferta de alternativas?
Cada día viene un médico distinto, el que toca. No se limitan a preguntar y ver el estado de la niña, sino que cada uno da un diagnóstico distinto, y sugiere un tratamiento distinto, nos sentimos perdidos y confusos. Finalmente, un día llega uno de los médicos con actitud dictadora y prepotente y trata de cambiar el tratamiento prescrito por el cirujano que lleva el caso de mi hija. Me doy cuenta de que estamos en medio de una lucha de poderes, desconfío totalmente de este señor y exijo que sea nuestro médico el que tome esa decisión. La situación es altamente estresante, sólo sueño con huir de allí. Tengo que decir que hemos tenido mucha suerte con el médico que nos tocó. A diferencia del resto, parece preocupado, involucrado y tiene en cuenta todos los aspectos. Es un gran profesional que nos trata con respeto, es prudente a la hora de someter a la niña a pruebas o intervenciones dolorosas, y además se muestra actualizado en sus conocimientos, con la humildad suficiente para decir que lo que no sabe lo va a consultar. Su presencia ha sido un salvavidas en todo momento y le estaremos eternamente agradecidos.
EPISODIO 6
Acudimos a consulta para evaluar la posible necesidad de operar a la niña. El cirujano está en quirófano y esperamos en el área de urgencias. Nos llaman, pero conforme a “las normas” sólo puedo pasar yo con la niña. Repentinamente me dicen que desvista a la niña para el preoperatorio, allí está el cirujano que se enfrentó a mi mientras estábamos ingresadas. No puedo pensar con claridad, ¿será orden de mi médico? ¿será otra actuación “por su cuenta”? ¿una nueva lucha de poderes? El médico ni siquiera me mira, no se presenta, no explica nada. Me hace cubrir unos datos y firmar un papel pero no sé muy bien para qué. Le pregunto y me contesta “ya la llamarán”.
El electro se pone complicado, la niña no se lo esperaba y se pone muy nerviosa. Me pide hacer pis continuamente pero no puedo llevarla porque está con los cables, le acabo de quitar el pañal y me temo que se hará pis. No salen los gráficos porque llora, me hacen salir de la habitación. Desde fuera oigo como la amenazan “si lloras tu madre no vuelve”, se calla y por fin se abre la puerta, “Está claro, es mejor sin los padres, comprobado” dice con desprecio la enfermera. No contesto, voy corriendo para llevarla al baño. “¿Dónde va? Espere que le vamos a hacer una analítica” “Voy a llevarla un momento a hacer pis” “No, no” Me corta el paso. “Necesita hacer pis, se lo va a hacer encima” “Tonterías, todos los niños dicen que se mean cuando están nerviosos” No me puedo creer que tenga que discutir por algo así. Tengo que esquivar a la enfermera y salir con la niña en su contra. “¿De verdad hizo pis?” “Por supuesto”.
Para la analítica entran dos chicas muy jovencitas, después de tantos análisis ya adivino que no será fácil pero cruzo los dedos, tal vez haya suerte. Escarban en un brazo, luego en el otro, me desespero y pido que paren. “Quiero que venga alguien de planta o una enfermera con experiencia en bebés, por favor” Me miran incrédulas. Les digo que lo siento mucho pero que después de tanto sufrimiento de mi hija sólo quiero alguien que pueda acertar a la primera. Se van y vuelven más de 10 personas. Un ejército de batas que me arrincona y se cruza de brazos. “Qué pasa con usted. ¿Por qué no quiere que pinchen a la niña?” Vuelvo a explicarme con toda la tranquilidad y educación que puedo sacar de dentro, esperando que lo comprendan. Después de una larga discusión intimidatoria zanjan la cuestión con que “la pinchará quien la tenga que pinchar y usted no tiene nada que decir”. La chica del principio no quiere repetir, me hace sentir como una persona horrible que la ha traumatizado y le pido disculpas de nuevo. Otra enfermera lo intenta, por trigésima vez en la corta vida de mi hija aprieto los dientes y me encomiendo a la suerte. No hay forma. Ya han pinchado por todas partes. Se van y vuelve la enfermera del principio, la del electro y la discusión por hacer pis. Me dice de forma desagradable y autoritaria que salga. “No va a salir, ya verás”, oigo decirse unos a otros. No me puedo creer el maltrato que estoy recibiendo. Digo que no, que quiero acompañar a mi hija, que no se preocupe, que no voy a molestar, que sólo quiero estar a su lado para que esté tranquila… “Tiene que salir, son las normas del hospital” “Conozco las normas y no es cierto, al contrario, la Ley de Autonomía del Paciente y la Carta Europea de Derechos del Niño Hospitalizado dicen que mi hija tiene derecho a estar acompañada en todo momento. Serán sus normas particulares, pero no son las del hospital” “Sí son las normas, y yo delante de usted no la pincho” “Pues no la pinche, nos vamos, y dígame su nombre que voy a poner una queja” No me dice el nombre, no sé quien es esta señora ni ninguno de los allí presentes, nadie se identifica. Dice que va a llamar a un superior. Vuelve a llenarse la habitación de batas curiosas. Parece que es la novedad que una madre reclame sus derechos. Llega la chica joven de cirugía que nos atendió en otra ocasión. Se presenta, se identifica, se sienta en la camilla y me explica que quieren hacerle una intervención complicada, que es pincharle la yugular y que esta enfermera no quiere que yo esté presente. Me pregunta si estoy dispuesta a salir. Su actitud es notablemente distinta. Le digo a la enfermera que por qué no me lo ha explicado ella así desde el principio “Será que no me entendió, sí que se lo dije.” Vista la situación, decido salir. No me dejan quedarme fuera y me escoltan hasta la sala de espera. Rompo a llorar y es mi marido quien tiene que ir a buscar a la niña.
Todo el día lo paso pensando en nuestro sistema sanitario. He sido educada, correcta, me he mantenido tranquila, he explicado con paciencia cada petición, he llevado la ley de mi mano… y me han respondido con frialdad, maltrato, intimidación, desprecio, gritos y amenazas. Me siento absolutamente decepcionada e indefensa.
Por la noche, antes de dormir, mi hija me dice: “mamá, cuando no estabas, me taparon la boca con la mano para que no llorara” No puedo explicar lo que siento con palabras. Abrazo a mi hija. “Lo siento mucho cariño. No debieron hacer eso, eso está mal. Nunca más te voy a dejar sola. Nunca más.”